Era una mañana fría cuando pasé por la costanera y me encontré con el río después de tanto tiempo. Estaba ahí, mirándome, espeso, misterioso, lejano, confuso, traicionero.
Mi curiosidad por sus aguas siempre fue menor que el miedo por acercarme al borde, hasta ese día. Era como si una fuerza involuntaria me llevara hacia él como llamándome.
Frené en la orilla y fundí mis ojos en sus profundidades. Pensé en ella, pensé que la extrañanaba como a nadie. Pensé que mi cobardía por acercarme al borde fue similar a la cobardía por la que me alejé de su lado, por no jugármela por lo que sentía (o siento), por miedo a "fracasar" (sin ser consciente de que en el amor no se fracasa, se aprende, se sana y se sigue), por miedo a ahogarme en aguas donde ni siquiera había nadado, exactamente igual que en el río.
Miré hacia donde la vista me permitía. La masa de agua parecía extenderse hasta abarcar todo el horizonte, daba la sensación de que daba vuelta al globo y caía (solo por el hecho de que no volvía a mis espaldas). Me sentí pequeño e inútil ante tanta inmensidad. Y lloré por la sensación de ser un idiota y contribuí con la masa de agua dejando caer mis lágrimas al gran charco. Y caminé por el borde, solo, haciéndome mil preguntas de las cuales no hallaría respuestas y encontrándome con su rostro en cada chica que pasaba por mi lado.
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